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Uso de la lengua: texto de Galdós

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Por fin, lord Wellington levantó los ojos del mapa y nos miró. Hice una amabilísima reverencia: entonces el inglés me miró más, observándome de pies a
. También yo le observé a él a mis anchas, gozoso de tener ante mi
a una persona tan amada entonces por todos los españoles, y que tanta admiración me
a mí. Era Wellesley bastante alto, de cabellos rubios y rostro encendido, aunque no por las causas a que el vulgo atribuye las inflamaciones
de la gente inglesa. Ya se sabe que es proverbial en Inglaterra la afirmación de que el
gran hombre que no ha perdido jamás su dignidad después de los postres, es el vencedor de Tipoo Sayd y de Bonaparte.
Representaba Wellington cuarenta y cinco años, y esta era su edad, la misma exactamente que Napoleón, pues ambos nacieron en 1769, el uno en mayo y el otro en agosto. El sol de la India y el de España habían alterado la
de su color sajón. Era la nariz, como antes he dicho, larga y un poco bermellonada; la frente,
de los rayos del sol por el sombrero, conservaba su blancura y era hermosa y serena como la de una estatua griega,
un pensamiento sin agitación y sin fiebre, una imaginación encadenada y gran
de ponderación y cálculo. Adornaba su cabeza un
de pelo o tupé que no usaban ciertamente las estatuas griegas; pero que no caía mal, sirviendo de vértice a una mollera inglesa. Los grandes ojos azules del general miraban con frialdad,
vagamente sobre el objeto observado, y observaban sin aparente interés. Era la voz sonora, acompasada, medida, sin cambiar de tono, sin exacerbaciones ni acentos duros, y el conjunto de su modo de expresarse, reunidos el gesto, la voz y los ojos, producía grata
de respeto y cariño.
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   

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