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Serían las diez de la mañana de un día de octubre. En el patio de la Escuela de Arquitectura, grupos de estudiantes esperaban a que se
la clase. Por la puerta de la calle de los Estudios que daba
este patio, iban entrando muchachos jóvenes que, al encontrarse reunidos, se saludaban, reían y hablaban.
Por una de estas anomalías clásicas de España, aquellos estudiantes que esperaban en el patio de la Escuela de Arquitectura, no
arquitectos del porvenir, sino futuros médicos y farmacéuticos. La clase de Química general del año preparatorio de Medicina y Farmacia se daba en esta época en una antigua capilla del Instituto de San Isidro
en clase, y esta tenía su entrada por la Escuela de Arquitectura.
La cantidad de estudiantes y la impaciencia que demostraban por entrar en el aula se explicaba fácilmente
ser aquel primer día de curso y del comienzo de la carrera. Ese
del bachillerato al estudio de facultad siempre da al estudiante ciertas ilusiones, le hace creerse más hombre, que su vida ha de cambiar.
Andrés Hurtado,
sorprendido de verse entre tanto compañero, miraba atentamente arrimado a la pared la puerta de un ángulo del patio por
tenían que pasar. Los chicos se agrupaban
de aquella puerta como el público a la entrada de un teatro.
—¡Hola, chico!
Hurtado se volvió y se
con su compañero de Instituto Julio Aracil. Habían sido condiscípulos en San Isidro; pero Andrés hacía tiempo que no
a Julio. Este había estudiado el último año del bachillerato,
dijo, en provincias.
—¿Qué, tú también
—Ya ves.
—¿Qué estudias?
—Medicina.
—¡Hombre! Yo
aquí?—le preguntó Aracil.
—Ya ves.
—¿Qué estudias?
—Medicina.
—¡Hombre! Yo
. Estudiaremos juntos.
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